lunes, 10 de mayo de 2010

LOS SONIDOS DEL SILENCIO




Hoy, al pasear por el bosque con los perros y fijándome en los colores de las hojas, las flores y los troncos de los árboles caídos que saltaban a la vista y llenaban los ojos con un deleite inimaginable, salía de lo lejos el canto de un pájaro. Ese sonido tan fuerte, tan puro y tan inesperado me distrajo instantáneamente y me hizo pensar en el artículo “La libertad natural”, que escribió Shan-jian sobre el canto de los pájaros.

“Me he despertado esta mañana con el sonido de un ruiseñor. Todos los años llegan por esta época desde el norte de África, y sus magníficas melodías y su fuerte crescendo silbante llenan los bosques con una bienvenida especial. Entonces me vino a la mente un pensamiento extraño. ¿Era su música lo que me extasiaba en realidad o era algo más profundo? La respuesta vino sin tardanza.

Las llamadas de los machos –que combinan un rango impresionante de silbos, trinos y gorjeos– eran naturales y espontáneos y provenían de una criatura que era completa en todos los sentidos y hacía lo que su verdadera naturaleza de ruiseñor le decía que hiciera. Era esa música, que brotaba de su propia naturaleza, la que me conmovió, no la melodía en sí.”

Cuando leí el artículo, me sentía profundamente inspirada por esta auto-reflexión, ya que había paseado muchas veces por este mismo bosque y me había quedado satisfecha con el éxtasis de la música, sin haber trabajado de verdad el sentido más profundo. Pues hoy, he empezado a trabajar el concepto del sonido como supervivencia, no del pájaro, sino de la supervivencia del “self”.

Me preguntaba, ¿Por qué hemos desarrollado esos seis sentidos, si no fuera para  maximizar nuestras posibilidades de sobrevivir? Si no oímos lo que realmente hay allí fuera (tomando el oído como ejemplo) y sólo oímos lo que los sentidos son capaces de captar, debe haber una correspondencia extraordinaria entre lo que entra en el oído y el significado que hemos aprendido para aprovechar nuestra continua existencia en la tierra.

Tomando esto como punto de partida, empezaba a observar el efecto de los sonidos que me vibraban en el oído. Estaba muy vívido el sonido de una motocicleta que se nos acercaba. Podía distinguir de dónde venía, el tamaño y la velocidad con qué venía y cuánto tiempo tenía para recoger a los perros, todo esto sólo con el oído. ¡Qué maravilloso es el sistema que tenemos!

“Cuidado con los perros” me dijo una voz interior, y me los acerqué para que no corrieran peligro. Inmediatamente después venía otro sonido, el recorrido del agua en la riera, “Algo para refrescarse,” dijo la voz al mismo tiempo que Lluna, nuestra sharpei, se lanzaba en un charco turbio de barro con una entrega y abandono total.

Y eso me hizo pensar en los indios de Norte América y cómo entrenaban a los niños a supervivir utilizando el mínimo de palabras. Hoy en día no tenemos guías reales de carne y sangre. Tenemos Internet, los libros, la tele. Todo se transmite por palabras. Todo es virtual. Y hemos adquirido el hábito, incluso cuando estamos presentes en cuerpo y mente, de explicarlo todo con palabras, lo que nos hace perder la experiencia directa de simplemente oír.

Los perros no necesitan palabras para alejarse de la moto. Tampoco las necesitan para chapotear en el agua. Como yo, tienen oídos y, como yo, son capaces de reaccionar correctamente ante los estímulos a su sistema natural, aunque no tengan palabras para expresarlo.

Quizás esos perros sean mis "indios" sabios. Tal como el cielo nublado, sin palabras, elocuente en su silencio,  hacen lo que les pide la propia naturaleza.

A su manera me entrenan cada día a supervivir.

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